lunes, 27 de octubre de 2008

Se gana la vida poniéndole buena cara a los muertos.

El Último Retoque
Un cristo preside las tres capillas de la funeraria. Familiares y amigos rodean los féretros. Extraña sensación ronda los pasillos del moderno edificio. Una señora morena, de unos 60 años, reza por las almas de los fieles difuntos. Los demás, con gestos compungidos, responden las jaculatorias. En la cabecera de uno de los ataúdes una joven rubia llora frente al retrato del que fuera su padre. Ninguno de los tres cadáveres necesitó más de dos horas en el anfiteatro de la funeraria. Aunque suene molesto, en esta ocasión el trabajo fue fácil.
Como en todos los oficios, en el de Gerardo Soto Gil hay reglas que se deben seguir al pie de la letra. Tanatopráctico desde hace dos años y medio, ha visto el rostro de la muerte y tiene las agallas para hablar de ello con la compostura de un profesional. Con la camisa rosa del uniforme y el pelo húmedo, se pasea por las salas de velación. Después de cada intervención quirúrgica se ducha, se arregla el peinado y pide un tinto en la cafetería. No fuma. Pocos saben que los restos de sus familiares fueron retocados por las hábiles manos de este joven de Cartago, radicado desde hace dos años en Armenia. Su trabajo consiste en disimular los trastornos de la muerte. Las funerarias contratan los servicios de personas como Gerardo para mitigar el duelo en los familiares.
La tanatopraxia, en condiciones normales de higiene y clima, preserva un cuerpo por más de treinta días. Los protocolos de asepsia son rigurosos para minimizar los riesgos a trabajadores de la funeraria y a deudos del occiso. Entre los múltiples pasos de la operación, Gerardo, por cuestiones profesionales, devela dos. Se bloquean los puntos de salida (boca, fosas nasales, oídos, esfínteres rectal y vaginal). Se desinfectan las partes a intervenir. Gerardo sabe que cualquier falla en las medidas de seguridad causará trastornos en su salud. Al respecto es concluyente: “si tengo cuidado con unos restos, debo tener el triple conmigo. Yo digo: si no lo puedo oler, no lo puedo tocar.” Al mirar en el interior de los cadáveres, conoce acerca de sus pasiones: la criminología y anatomía.
Con leves alteraciones en el timbre de la voz, Gerardo dice que la preparación mental de un tanatopráctico es tan importante como los cuidados personales en el anfiteatro. “¿Cómo hago para no soñar, para no pensar? No se hace. Cuando no se piensa en algo, no existe. Les temo más a los vivos. Se debe tener hígado para lo que hago. Nunca le tuve miedo a la muerte. Frente al cuerpo se piensa de manera sistemática. Es mi colaboración a la comunidad. Hago lo que tengo que hacer y lo hago bien. Mi trabajo es poco visto y mal. Hay muchos tabúes en torno a la muerte. Esta es un simple cambio de energía.”, sostiene.
En algunos casos la separación entre lo profesional y lo emotivo es imposible. Recuerda la ocasión en que un familiar, muerto de manera violenta, estuvo en la fría losa de la morgue. No pudo hacer a un lado sus sentimientos y le pidió a un compañero que interviniera, en lugar suyo.
Habla con propiedad sobre los distintos rituales mortuorios de la humanidad. Reconoce que su percepción del mundo y del ser humano cambió desde que maquilla muertos. Expone la visión budista, la más cercana a sus afectos, de los misterios del más allá. Las personas que han pasado por sus manos, al menos eso dice, están en un lugar paradisíaco. Mira de perfil al dinero, aunque sin odio. Más que otros, conoce de lo que está hecho el ser humano y afirma, sonriente: “no conozco el primer entierro con trasteo.”.

martes, 21 de octubre de 2008

EL TIEMPO DE LA DESMESURA

"Y me fui y me senté en un rincón de su cuarto, lo más lejos que pudiera de ella, y allí me puse a hacer memoria para juntar las palabras"
Andrés Caicedo

A Jonathan Benavides

No hay relato de Andrés Caicedo (Cali, 29 de septiembre de 1951-Cali, 4 de marzo de 1977) en el que la situación quede a medias. Su ficción es la radiografía de una generación que vio la barbarie y el terror. Jóvenes que se hartaron de la vida establecida por los ancestros y prendieron la pachanga.

La obra narrativa de Caicedo está ligada con los dos acontecimientos más luctuosos de la historia de Cali. El primero acaeció en medio de las restricciones políticas de la dictadura del general Rojas Pinilla. Me refiero al estallido de un cargamento de dinamita en pleno centro de la ciudad, que dejó como saldo cientos de muertos y varios edificios arrasados. En ese entonces, Caicedo no pasaba de los cinco años, por lo que es muy probable que todas las referencias históricas, que luego abordaría en el guión cinematográfico No me desampares ni de noche ni de día, no fueran más que comentarios familiares. El guión nunca se llevó a la pantalla, como casi todo el trabajo de Caicedo como libretista.

En el relato El atravesado reelabora poéticamente los motines juveniles contra los juegos panamericanos del 71. En esa oportunidad, Caicedo participó en el acontecer histórico, y, como resultado de ello, escribió uno de los párrafos más ácidos de la literatura Colombiana:

"El 26 de febrero prendimos la ciudad de la quince para arriba, la tropa en todas partes, vi matar muchachos a bala, niñas a bolillo, a Guillermo Tejada lo mataron a culata, eso no se olvida... que no hay caso, mi conciencia es la tranquilidad en pasta, por eso soy yo el que siempre tira la primera piedra."

Cuando se lee a Caicedo existe la posibilidad de ser atrapado por el crimen. No en vano su novela de cabecera fue la ultra violenta Naranja Mecánica, de Anthony Burgess. En su producción narrativa se oyen los disparos de los westerns de Sergio Leone. En cada esquina de su obra está agazapado un angelito sonámbulo. Cada vez que el lector se enfrenta con ¡Que viva la música!, no le queda otro remedio que asistir al sepelio colectivo de una generación insatisfecha, nacida del mayo francés.

En el documental Unos pocos buenos amigos, Luis Ospina explora el disoluto mundo del grupo de Cali, que tuvo en Caicedo a su más sublime representante. Uno termina por deducir que cada uno, a su modo, navegó los mismos cuadrantes. Cada quien se expresó como pudo. Algunos desde la crítica de cine. Otros desde la butaca de la dirección y producción de películas. Los demás, los más caicedeanos, desde la tibia oscuridad de un teatro medio vacío. Caliwood fue un movimiento bizarro y lúcido, que mandó para el carajo todo lo admitido.

Se dice que Andrés se mató porque la vida es subir y bajar. Y él no quiso bajar. Mayolo dijo en alguna ocasión que Andrés se había matado para conservar intacto el poema de la rebeldía. Que quiso preservar la juventud sediciosa, como James Dean. Rosario, la hermana más querida de Caicedo, llegó a decir que este se suicidó frente a la imposibilidad de detener el tiempo. Y lo equiparó con Peter Pan. Sandro Romero expresó en el documental de Ospina que Andrés se fue por el canibalismo de su obra. Por su visión Joiceana de la vida. Pienso que todos tienen la razón. Pero que a todos les falta una visión más holística. Todos se quedaron con el fragmento que conocieron de Andrés Caicedo. Y digo que sólo hay dos personas con las facultades afectivas para decirlo todo: Patricia Restrepo y Clarisolcita Lemus. Ellas fueron los amores de la vida de Caicedo. Con Clarisolcita, Andrés descubrió la cocaína y las rumbas de tres días. En ella vio encarnado el prototipo de la antiheroína que vendía el cine: bella y arriesgada. Sagaz y peligrosa. Por el contrario, en Patricia descubrió a la mujer que debió haber sido la madre de sus hijos. La del sexo blando y palabras cortantes. Pero con ambas la relación era imposible: Clarisolcita tenía ocho años cuando Andrés tenía diecinueve. Y Patricia era la mujer oficial de Carlos Mayolo. A ambas las metió en el cineclub de Cali. A Clarisolcita le dedicó ¡Que viva la música! y a Patricia, el último texto que escribió: la nota de su suicidio.

Andrés Caicedo completó el cuatro de marzo de 2007 treinta años de muerto. Editorial Norma sacó a circulación un libro que recoge algunas páginas de su diario. El cuento de mi vida es la consagración de un escritor que en vida no vendió ni un cuarto de lo que vende ahora. De un chico que llevaba a las fiestas su máquina de escribir. Que se entrevistó con Héctor Lavoe pocos días antes de suicidarse. El mercado editorial tiene un respiro cuando algún familiar de un escritor muerto hurga en los baúles. Ayer, las cartas de Rulfo y los cuentos de Cernuda. Hoy, la desnudez de un pelado que renovó la crítica de cine y que se mató porque le dio la gana hacerlo.

La fiesta terminó hace mucho. Los estropicios están en los cestos. Andrés fue el primero en despedirse. Dejó a su paso una hilera de piezas de inocultable valor. La gente se agolpa en las librerías y se maravilla de que alguien haya dicho tanto en tan poco. Y el tiempo pasa. Y Andrés ya es un escritor del siglo pasado. Un referente imperativo.

domingo, 19 de octubre de 2008

Un tango errante se estacionó en tus fronteras. Salgo al balcón y encuentro los estragos de un naufragio. Abuelos desangelados y puticas de ocasión. El tiempo gira, en círculos expansivos. Se mete por las ranuras de la memoria, diluye las conexiones cerebrales. Imágenes de desarraigo. Ciudad de ceguera. Negación de colores. Foto del álbum familiar: el padre se rasura frente al espejo, al fondo, el sonido de los trastos del desayuno. Cazuelas subversivas y pocillos de cuidado. Si por lo menos alguien lo viera todo. Si delineara un mapa de los cataclismos de esta cuidad. Puñaladas a las cercas. A la pretensión de que un alambre de púas confiere nobleza. Las alambradas son lejanía y colapso. En estas casas, donde las golondrinas se toman un respiro, el color es propiedad colectiva. Y, aunque en las escrituras notariales pertenezcan a inciertas familias, en realidad son de todos. Porque todos las saboreamos con los ojos. Las devoramos con los pasos.
La ciudad es del que la camina. De los nómadas. Zapatos agujereados por la lluvia y el amor. Amor, te doy mis zapatos cansados. Mis calcetines sucios y mis irrefrenables ansias. La ciudad es de los ojos que se asoman por las ventanillas de los buses. De los niños que juegan un picadito en el potrero. Arco: dos travesaños silvestres. Balón: una bolsita con papeles. Zapatillas: los pies. Sin Nike. La carne. Nadie los llama. Vengan a almorzar: porción de viento de la tarde. El alimento sale por las ventanas. Ondas de carne frita y arroz con plátano maduro. Y prosigo, derramando sobre el papel los trastornos del pasión. Recito a Neruda. Don Pablo vive en los tejados de las casas viejas. Lo he visto. Sale a cantar a pleno pulmón: puedo escribir los versos más tristes. Y de la casa de enfrente, apenas en murmullo: Señora muerte, espera un poco. Señora muerte, ya nos vamos. Las palabras aguardienteras del vate.
No puedo detener la procesión. Voy hacia ningúnlado. Allá tengo una hamaca, una silla de mimbre y unos cuantos libros. Pero, lo mejor: tengo cosas que ver y gente que quiere conversar. Ah, aprovecho la ocasión: le pido al gobierno que retire de la constitución la mordaza. La gente no conversa con el corazón en la mano. Teme que un cuervo lo picotee. Mire le muestro: el mío tiene rotos, pero en lugar de sangre sale luz. Luz de sardinas. Cachalotes espaciales y ballenas suicidas que atracan en la playa.
Yo, en plural, digo que la imagen vive por siempre, agazapada en las neuronas. En recuerdos almibarados. Por eso, cada vez que puedo, enlato destellos de sonrisas. Envase número 0001-789. Risita y leve movimiento de cabeza. Fecha de envase: miércoles cinco de septiembre de 2007. Fecha de caducidad: nunca. Es mi ciudad. La única. De cristales rotos y espejos que reflejan ancestros del que los mire. Si. Estas casas son de mi ciudad. Son de ella. De su andar festivo. Del nimbo de alelíes de su agreste cabellera. Le robo la palabra a Jattín: cuando la conocí, venía de estar muerto. Ella es la imagen que quiero rescatar. Toma sorbitos de chocolate y estalla en color. La semiótica es incapaz de narrarla. Sólo es posible comprenderla en arepas con queso rallado.

La ciudad en Ruinas

...Ante la exuberancia –silentes bosques y complejos fluviales enhebrados como telarañas de cristal–, la expedición española que arribó a las costas americanas en 1492 no tuvo más remedio que utilizar su estrecho universo mental para nombrar lo novedoso del encuentro de dos mundos.
La ventana da a la calle. Nada remite al esplendoroso pasado prehispánico, de mitos fundacionales y ciudades empotradas en los picos más altos de las montañas, construidas en las coordenadas de las estrellas. Difícil creer que un cacique tras lavatorios rituales en oro, lanzara joyas al fondo de un lago. Cuesta imaginar el gesto de Hernán Cortés frente a Tenochtitlan. Cronistas de la época relatan que el conquistador se sintió abrumado al ver la envergadura de la metrópoli azteca, claramente superior en aspectos arquitectónicos y urbanísticos a las ciudades europeas. El mismo pasmo, pero por motivos distintos, debe ser contemplar por primera vez las extensas praderas asfaltadas de Ciudad de México. Lo más cerca que he estado de ese estado contemplativo fue la vez que subí a la azotea del edificio de la gobernación. La ciudad se mueve de un lado para el otro, sobrepasando las fronteras que trazan las administraciones municipales. Tomé algunas fotos para una fallida muestra itinerante. El tradicional teatro Yanuba, entonces en pie, salvó de la ruina cromática la excursión, Armenia sin el cosmético del turismo.
La altura hizo aflorar mi reprimida vocación de pirómano artístico. Quise tener bengalas para dejarlas caer encendidas sobre los desprevenidos transeúntes. Las volutas harían las veces de lluvia psicotrópica. Al tocar el suelo, en lugar de flores, las gotitas luminosas dejarían como rastro canciones zen y haikus punk...
Otro día, más cerca del amor, recorrí un camino despavimentado, hasta una casa abandonada, montaña arriba. La neblina, presagio de aguacero, ocultó a Filandia en minutos. El cielo se desgajó en arañas líquidas. Por un momento creí estar en La región más transparente, novela de Carlos Fuentes. Ahora que lo pienso, talvez no sea descabellado el registro de los libros de historia. A lo mejor en la figura acorazada de Cortés, Quetzalcóatl se vengó del escepticismo de algunos sacerdotes, que se reservaban las mejores doncellas para sus tálamos. Los dioses son caprichosos y malévolos. Ni Osho, patrono de los supermarkets, deja facturas sin cobrar. Lástima que Freud haya muerto sin escribir un manual de comprensión teológica… En fin, no pienso defender el legado histórico de los conquistadores ibéricos; el imperialismo me repugna.
Hace unos minutos terminé el último libro de filosofía para dandis, serie escrita por un profesor polaco de apellido impronunciable. La colección incluye literatura para sordos, duraznos para idiotas, aviación para ciegos y Marx para publicistas. Lo más curioso que encontré fue el discurso de Leibniz sobre los mundos posibles. Decía el filosofo alemán que todos los acontecimientos están orquestados por una fuerza superior, y tienden -así los humanos no perciban cómo-, hacía la perfección del universo. Voltaire satirizó dicha idea en la novela "Cándido o el optimismo", en donde, a pesar de una serie de trágicos hechos, rayanos en lo absurdo, el protagonista sigue con el peluquín imperturbable.

domingo, 12 de octubre de 2008

I.

Abrió la puerta trasera del Mazda rojo, sacó una carpeta llena de tiquetes de viaje. Estaciones semivacías y vagos recuerdos de compañeros de asiento. Ensalada insípida y jugo de naranja. Para no perder el gusto, un vaso de coñac cada 20 días. Táctica de seducción. Coqueta, se acerca al mostrador. Sonrisa afilada. En los ojos, semillas nocturnas. La victima, restregándose las manos, da gracias a dios por sus súbitos raptos de inspiración. Mesero, déle a la señorita lo que pida, y no se preocupe por el valor, yo pago. Ella, invariable, pide un coñac. Luego de bailar un rato, salen, ebrios de música. La noche los recibe con un marchito racimo de estrellas de neón. Van al cuarto. Comen panecillos. Ella, con la tranquilidad de saberse eterna, le muestra los deleites de la carne. Chupa el falo. Y se deja meter el dedo. Nada más.

Días atrás, mientras se maquillaba en un baño público, recibió dos sobres de manos de un extraño. En el más pequeño encontró una carta mecanografiada con la concisión del ultimátum. Restó importancia al contenido de la misiva, dejó el otro sobre sin abrir y se metió en la ducha. El agua, en geometría fractal, surca la piel elástica, los esquivos senos.

Viaja de un lugar a otro, sin itinerario, movida por el azar. En los primeros días escribió las impresiones que las ciudades le iban señalando. Sin embargo, con la perdida del equipaje en un pueblo ribereño, las palabras se hundieron en el mutismo. Sin cinco en los bolsillos, dormía cobijada con periódicos, bajo el alero de la luna. Hambrienta, buscó varios días en las orillas una embarcación que la llevara hasta Cartagena. Las lanchas, encalladas en un improvisado puerto, dejaban una sensación de malestar en el aire. El pueblo, abandonado por el recrudecimiento de la violencia, se caía a pedazos. Los pocos habitantes, casi todos afrodescendientes, cultivaban chontaduro. Un viejo caserón, corroído por la vegetación, servía como despacho municipal y guarnición militar. Tres soldados, bajo las órdenes de un teniente caído en desgracia, custodiaban el tráfico comercial. El capitán de un pequeño carguero panameño accedió a transportarla después de que le demostrara sus aptitudes en la cama. Noches enteras, mecidos por la corriente del río, los cuerpos se juntaron en abluciones cultuales a Eros. El capitán confió el mando de la tripulación al contramaestre. En la semana que duró el viaje, no salió del camarote ni un solo instante. Al llegar a Cartagena, le pidió que lo acompañara, como capitana de su corazón, hasta el puerto de Estigia. No aceptó. Mientras se ponía las medias veladas, se burló del capitán. No sea ingenuo, con usted uno se duerme tirando.

El sobre abandonado no traía remitente, por lo que pensó que era una broma de alguno de sus amantes. Puede contener una extorsión. El video de seguridad de un banco. Una esquela mortuoria o el recorte de un periódico. El resultado del análisis de tejidos nerviosos. Una prueba de embarazo.

viernes, 10 de octubre de 2008

I CONCURSO DEPARTAMENTAL DE CUENTO HUMBERTO JARAMILLO ANGEL.

“…Y el mar. Y el cielo azul. Y los árboles verdes. Y los caminos grises. Y las nubes altas. Y una ventana. Un patio. Un jardín. Una biblioteca. Una casa.”

Cerca y lejos de España


PRESENTACIÓN

Con motivo del centenario del nacimiento del escritor Humberto Jaramillo Ángel, ilustre cultor del cuento en la región, la revista LA AVENIDA, en convenio con el Instituto de Bellas Artes y el Programa de Comunicación social- Periodismo de la Universidad del Quindío, y con el apoyo de la Dirección de Cultura Departamental y Cámara de Comercio de Armenia, organiza el I Concurso Departamental de Cuento Humberto Jaramillo Ángel.

Este concurso tiene como propósito reinventar el panorama de la cuentística en el departamento del Quindío. De igual manera, se pretende dar a conocer la obra y figura de Humberto Jaramillo Ángel.


REQUISITOS

· Nacido o residenciado hace más de un año en el Departamento del Quindío.
· Ser un joven apasionado del arte de escribir.
· Ser menor de 30 años.



BASES DEL CONCURSO

· El cuento debe ser entregado en sobre cerrado en la oficina del programa de Comunicación social-Periodismo, bloque de Ciencias Básicas y Humanas de la Universidad del Quindío o en las casas de cultura de los municipios.
· El plazo de entrega será el 12 de diciembre del 2008 a las 5 p.m. y el fallo se dará a conocer el 18 de febrero de 2009.
· El cuento deberá estar escrito en castellano, en original y dos copias, firmado con seudónimo, con una extensión mínima dos cuartillas Arial 11 espacio sencillo, máxima diez cuartillas. En sobre aparte, los datos personales del autor: nombre completo, seudónimo, título de la obra, documento de identidad, ciudad, teléfono, dirección y correo electrónico.
· El fallo será comunicado a los participantes vía correo electrónico y página web de la Universidad del Quindío y la Ufm 102.1.
· El jurado estará conformado por escritores reconocidos de la región, que seleccionarán los cuentos que serán incluidos en el libro homenaje a Humberto Jaramillo Ángel.



PREMIACIÓN

* 1er. Puesto: $500.000
* La publicación de los demás cuentos escogidos, se entenderá como retribución al trabajo literario.
*Los finalistas recibirán los dos libros de Humberto Jaramillo Ángel publicados por Editorial Cuadernos Negros.

sábado, 4 de octubre de 2008

Decidí telefonear a X. X era generosa. Nunca rechazó mis incursiones eróticas, pero siempre, después de traer un pocillo de café a la cama, cortaba las alas de cualquier pretensión: apresúrate, no me gusta tener un hombre por más de tres horas en las sábanas. Prendíamos la grabadora y escuchábamos “Concierto para piano en mi menor”, de Chopin. X estudia violín y piano en la facultad de Bellas Artes. Antes de conocerla, mis conocimientos musicales eran minúsculos. Mientras nos desvestíamos, hablaba de las diferencias entre una cantata y una sonata. Clases particulares de teoría musical, condimentadas con sensualidad. En cierta ocasión la invité a un concierto de la banda sinfónica departamental. Del chelo brotaban notas que hacían pensar en dios y sus esposas. X, en mitad de la presentación, se levantó de la silla y empezó a bailar. La gente halaba las puntas de su chaquetilla, en un vano intento de hacerla entrar en razón. Impávido, la miré levitar.
X no contestó. El recorrido en el respaldo de un boleto de fútbol. Del lugar A al B hay cien metros. El camino, de ruinas cotidianas, termina en un par de piernas y una cerveza. El Bar de Al no figura en los mapas turísticos de la ciudad. El mes pasado escribí, mientras Luis tocaba las canciones de Sinatra, líneas que nadie recordará: hay mujeres que hacen que los hombres vuelen con sus zapatos/. El olvido se viste de ti/Beso las maripositas del aliento. Nadie habla con nadie. Caminé unas cuantas cuadras. Bar de Al. Una mariposa revolotea sobre los músicos. Los dedos de S. arrancaban suspiros al violín. Pido una pastilla y voy al baño. Dos hombres, sin cerrar la puerta, se acarician. Miro. Algo similar a la desazón comienza a crecer. Al es chulo de maricas. Publicita sus servicios en clasificados crípticos: el placer de sentir la sangre en los labios. Llame al número 7404373. Kavafis. Algunos creen que es la invitación a una tertulia clandestina de poetas. Llaman y la tenue voz los seduce. Se programa la sesión. Los servicios de los chicos de Al van desde mordidas en el cuello hasta amputación de tetillas. Quise escribir sobre todo eso. Concursar en un certamen para jóvenes promesas de la literatura, ganar botellitas de ron y llenar las portadas de mis libros con los autógrafos de escritores conocidos, luego subastarlos en el mercado de las pulgas que improvisan, afuera de los bares, los náufragos de la urbe. Maricas vestidos de toreros, con espadas relucientes y revólveres en el cinto. Escena final: un marica toreando en mitad de la autopista. Pero, aparte de unas cuantas buenas frases, nada salió.

viernes, 3 de octubre de 2008

Perfil del hombre:

Mauricio estudia biología. Fuma. Ama a los hipopótamos y las golondrinas. Una vez le regaló a Natalia un cuento que hablaba de un científico que amaba a los murciélagos y las lagartijas. Extraña forma de querer: experimenta con especimenes vivos. Prolonga la agonía hasta extremos inauditos. Extraña forma de querer, le dijo Natalia mientras tomaban tinto. Mauricio no dijo media palabra. Caminaron hasta la plaza central. Se sentaron bajo la sombra de un guayacán. El sol agujereaba el follaje. A los días, tres golpecitos en la puerta. Un pequeño paquete. “Así te quiero yo… la vida nos va a reventar.” Cuando niño coleccionó la revista Selecciones. Llegó a tener 100 ejemplares. Al cumplir quince años, encendió una hoguera con ellos. Volutas amarillas trazaban círculos en el aire.

Para clase de Mastozoología escribió un texto por el que se hizo merecedor de una reprimenda académica y una patada en el culo. Dos opciones de fracaso, y ambas dejaron un tufillo de mierda. Sin entrar en consideraciones maquinales, por ser ajenas a su naturaleza, se sentó a meditar en el alfeizar de la ventana, con los pies colgando en el vacío. Mientras lamía el bombón pensó que sería muy chévere saltar, sentir como la gravedad lo llevaba al punto exacto. Cree que Julio Verne es el nombre que adoptó una logia de sabios escandinavos para, en libros de aparente fantasía, esconder sus descubrimientos de las miradas inquisidoras del Santo Oficio. Suele confundir lo que escribe con lo que lee. A los 13 años leyó en el periódico una noticia sobre la exhumación de los restos de Perón. Esa noche, mientras más se arrebujaba en las cobijas, el espectro del presidente argentino más nítido se volvía. Perón trataba decir algo, pero, en lugar de la altanera voz, un sonido de platos cayéndose rasgaba el silencio. A los 17 su papá lo invitó a ver los videos de unos partidos del Manchester United. Un hombrecito maniobraba con el balón. Zigzagueante, dejaba atrás a todos los defensas del equipo contrario. ¿Quién es, papá?, preguntó Mauricio. Dios en pantalones cortos: George Best. Tenía 17, la misma edad tuya. Ya es hora de que pienses qué vas a hacer con tu vida. Tenso silencio. Best corría en el televisor. Nada. Tal vez atracar bancos o vagabundear, respondió.

Desde que se enteró de la fuga, les envía cartas a todos los barrenderos de los terminales del país. Al principio algunos fueron reacios a la petición de Mauricio. Sin embargo, poco a poco se fue ganando la simpatía de todos. Les enviaba postales en los cumpleaños y dinero cuando sabía que se habían retrasado en el pago de alguna deuda. Sin importar que pocos lo conocieran en persona, su nombre se hizo famoso dentro del gremio. Varias historias se tejieron alrededor de su figura. El favor que les pedía era fácil, y todos estaban atentos para hacerlo: si la veían llegar (anexaba una fotografía) les pedía que le entregaran dos sobres.