lunes, 24 de noviembre de 2008

Secuencia: Velocidad de las pistolas.

Un texto viejo, encontrado hace poco. Obstinado, anhela la velocidad de la red. Otro aporte a Poetintos.

Las narraciones detectivescas, por más que se empeñen los eruditos en negarlo, son un nuevo género literario, muy aparte de lo que es la novela y el relato. Y en realidad, lo mejor que se ha creado para este tipo de trama fue hechura de los hermanos Lùmiere: el cine. Partiendo de estas premisas teóricas, se hace necesario plantear asuntos convergentes.

Inicio

García Lorca fue asesinado por marica y por rojo (marxista). Los encargados de su fusilamiento, una caterva de exacerbados franquistas, no sabían a ciencia cierta a quién estaban matando. Además, aunque lo de marica es incuestionable, lo de marxista es una total falacia. Se sabe, por testimonios de sus conocidos, que Lorca era ajeno a los trajines políticos de su época. A Lorca sólo le importaba la poesía, el amor de Dalí, y su itinerante teatro.

Segundo

El "che" Guevara murió en Bolivia, en un fracasado intento de expandir las guerrillas por todo el espinazo de los Andes. El "che" murió como un perro, acribillado a quemarropa por un soldado ebrio. En el mismo año de la muerte del argentino, en otra parte de Latinoamérica, se publicaba "Cien Años de Soledad". Con este libro, el escritor colombiano Gabriel García Márquez se consagraba como una de las mejores plumas del boom. En la novela, el coronel Aureliano Buendía se salva de ser fusilado por un pelotón conservador, gracias a la oportuna intervención de su hermano José Arcadio. Esta suerte le fue negada al "che" y a Camilo Torres, el cura guerrillero, que cayó un año antes, en las selvas colombianas. Los tres: Torres, Guevara y Gabo, se inscribieron en el libro de la historia.

Tercero

El mundo conmemora el 11-S, como una de las fechas más luctuosas de la occidentalidad. Dos aviones comerciales, secuestrados por extremistas islámicos, se estrellaron contra el World Trade Center. Un tercer avión se precipitó contra el pentágono, y un cuarto se desplomó en un bosque de la periferia. Todos quienes vimos el desastre, gracias a la inmediatez de los medios de comunicación, tenemos grabadas esas imágenes en nuestra psiquis. Pero, lo que casi nadie recuerda, es que ese mismo día, décadas atrás, se perpetuó un golpe de estado, agenciado por la CIA , en el que se puso fin al gobierno socialista de Salvador Allende, y se subió al poder a un tirano de la talla de Pinochet. Las barbaries que se ejecutaron en el tiempo de gobierno de este militar, hacen ver lo del World Trade Center como una simple mala pasada de la historia.
Final Hezbolá, el grupo terrorista chiíta que maneja un tercio del territorio del Líbano, pactó un cese de hostilidades con el ejército israelí, su mayor enemigo en la región. El pacto podrá traer estabilidad a la política internacional, ya atareada por el enriquecimiento de Uranio en Irán. Pero, mientras en medio oriente se avizora un fin negociado, en Colombia la cosa es de otro tono. El ya cabizbajo diálogo con los paramilitares se enfrenta con un enemigo ponzoñoso: La infiltración narcotraficante en la desmovilización. Se ha comprobado que, contrariando las versiones gubernamentales, diversos capos se vistieron de “paracos”. Parece más fácil que Plutón, el último planeta del sistema solar, se transforme en un asteroide, que una salida justa y reparadora en las negociaciones.

martes, 18 de noviembre de 2008

Polvos de la madre Celestina.


La historia de una joven del sur de Armenia muerta por embrujos.


Convulsionó. Enfermeras sujetaron pies y manos. Con ojos blancos, se retorcía en la cama. Baba negra salía de los labios. La abuelita sujetó el rosario y rezó. “Dios te salve, María, llena eres de gracia…” Una mueca de dolor contrajo los músculos de la cara. Apenas podían contenerla. La abuelita miraba desde un rincón. “bendita tu eres entre todas las mujeres…” Tras una gran arcada, el cuerpo laxo quedó. Andrea llevaba un mes internada en el Hospital San Juan de Dios de Armenia. El cabello parecía cabuya y los ojos, perdidos en las orbitas, pocas veces se abrían.
Salía al patio pasada la media noche. El viento mecía las copas de los árboles. Ojos brillaban en la penumbra. Ella miraba. Al principio llamaba a los familiares. No veían más que guayabos y ropa colgada. “Ahí hay alguien. Miren como se ríe de nosotros”, les decía. En los últimos días, antes de ser llevada al Hospital, se quedaba quieta, junto al tanque, mirando las sombras. Languidecía. Atrás quedó la robustez de la juventud. Preocupados, le pedían que se cuidara, que comiera más. Todo lo vomitaba. Pálido reflejo de lo que había sido, la oían murmurar en el patio.
Trabajaba vendiendo minutos a celular. La mayor de tres hijos, vivía desde hacía dos meses con Alfredo. Los padres veían con buenos ojos la relación. Cabello largo, 1.70 de estatura y sonrisa permanente, Andrea no presentaba síntomas de enfermedad. Los familiares creen que una pitonisa le dio raspadura de cráneo y tierra de cementerio. “Es fácil: alguien te regala algo para comer, pero esa persona trae lo que alguien te mandó”, explica alguien cercano a la familia. Consultado, un espiritista les dijo que la maldición era muy poderosa y que, al terminar con Andrea, pasaría a la mamá. “Hicimos de todo para que la niña se salvara. Le llevamos rezanderos, gente evangélica, exorcistas, hermanos gregorianos, en fin, qué fue lo que no hicimos. A veces mejoraba un rato, pero luego decaía.”
Al verla pasar, se reían. Cuando Alfredo iba a comprar a la tienda, lo seguían. Al pasar por enfrente de la casa, silbaban y piropeaban. Cansada de la situación, Andrea las paró en una esquina. Risueñas, le dijeron que se dejara de bobadas. Dio la espalda. La estrujaron contra la pared. Se soltó, agarró a la más alta del pelo y la zarandeó. La otra, la hija de la pitonisa, le dijo que se las pagaría. La mamá las separó. Nadie recordó la amenaza hasta tiempo después.
Le dijeron a la abuela que saliera de la habitación. Con cuarenta de fiebre, deliraba. La médico cerró la puerta tras de sí. Cinco minutos esperó sentada, con el rosario en la mano. Una enfermera le dio la noticia. Sintió el piso abrirse. Llamó a la casa. En cuestión de minutos, sacaron el cuerpo envuelto en la sábana. Descubrió el rostro y limpió. Una tirilla negruzca rodeaba los labios. Los médicos, en el tiempo que estuvo internada, no encontraron nada. Los exámenes salían buenos. Algunos incluso aconsejaron traer un espiritista. “Eso es algo de espíritus. La niña era buena niña, sobrina, hija, amiga. Nadie se explica esa muerte”, dice la fuente consultada, mientras se limpia con un pañuelo las lágrimas.

viernes, 14 de noviembre de 2008

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Dos a la izquierda, dos a la derecha.

Relatos de invidentes en la ciudad de Armenia.

Los dedos presionan. El acordeón en arpegios se expande. Reducida concurrencia lo flanquea por ambos lados. Un vaso de kumis recibe las monedas. Terminada la función, Alexandra Calderón lo lleva hasta la otra esquina de la Plaza Bolívar de Armenia. Un suave apretón de manos indica el inicio de la interpretación. Quisiera ser el diablo, salir de los infiernos, con cachos y con cola el mundo recorrer.
Alirio Romero aprendió a tocar el acordeón en un instituto de educación especial para invidentes. Nacido en Chiquinquirá, es el sexto hijo ciego de una pareja de campesinos boyacenses. Desde hace dos años, en giras esporádicas, recorre el país. Duitama, Chia, Sogamoso, Bogotá, Manizales, Pereira y Armenia es el itinerario de su primer viaje acompañado. Tímida, Alexandra recibe las felicitaciones de los viandantes. Conoció a Alirio en una clase para ciegos a la que su hermana asistía. Sonriente, confiesa que el amor, en su caso, nació apenas lo escuchó tocar el acordeón. “Tocaba como si el alma se le fuera en eso. Llevamos seis meses de novios. Es algo muy bonito, él es muy romántico”. Cumplida una semana, con algo de dinero en los bolsillos, la pareja partió hacia Cali.
La pala se hunde. La temperatura, por encima de los treinta grados centígrados, de sudor empapa la camisa. José Ovidio Torres cultiva albahaca, zanahoria y lechuga en la huerta del colegio Rufino Centro. En diciembre de 1990, mientras pasaba una temporada con sus hermanos, perdió la vista en un accidente de tránsito. Lenta, la recuperación tardó cuatro meses. La ciudad es distinta para cada ciego. Los de nacimiento, más sueltos en el recorrido de las calles, no saben cómo es un semáforo y, para ellos, el árbol es un quejido de hojas secas. Los de accidente caminan de la mano con el recuerdo. “Uno tiene que aprender a ver con la nariz, con las orejas, con la piel. Al principio es muy complicado, la gente poco colabora, pero después, con el paso del tiempo, uno se acostumbra”, dice José Ovidio.
Soltero, vive con los hermanos en el barrio La Patria. Al llegar al paradero de buses le pide el favor a una persona que le diga qué rutas pasan. “Apenas oigo mi ruta, me pongo de pie y paró el bus. Adentro, me oriento por los movimientos del bus. Sé cuantas curvas hay. Me bajo a x número de cuadras de la curva trece.”
Un programa de capacitación del Sena permite que José Ovidio, además de estudiar en la institución, los miércoles de 8 a.m. a 4 p.m. trabaje en la huerta.
En el barrio el Recreo existe la Villa de los Ciegos. Conocida así por albergar a varias familias con invidentes, las fachadas de las casas están pintadas de gris. Alrededor de la guitarra y la Biblia, se celebran reuniones cristianas.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Rapsodia principal

Hace unos días encontré una vieja edición de Poetintos, la primera en la que apareció una colaboración mia. El fósil, como todos, quedó en manos de la unica persona que colecciona mis disparates.

La historia, más o menos, es la siguiente: Leito, un rapsoda de mierda, se paseaba por las calles principales de un pueblo quindiano conocido como la cuna de los poetas. Llevaba anidada en los tuétanos una desidia existencial astronómica. La razón: Leito pertenecía a un aquelarre de poetas descafeinados, que se reunía en un café central. Eran los únicos lectores de sus propios sonetos, versos antediluvianos, y canciones clásicas. Algunos eran nerudianos, otros piedracielistas; Leito creía ser dadaísta, pero sus contertulios lo creían nadaista. Bueno, el grupo se acabó por falta de recursos humanos: Lucas, el promotor de las reuniones, se robó una plata y se fugó para Calí; Andrés, el que traía los libros al por mayor, se mudó para Venezuela, allá se volvió Chavista, y dejó la poesía de un lado; Jorge, el más nerudiano de todos, se murió después de una larga enfermedad intestinal; Leito, el más pequeño de todos, el más contestatario, el que creía que el manifiesto del partido comunista era un extenso poema, se dedicó a vagabundear.

Por esos días Leito se hizo amigo mío. Sigo con la historia: Leito se encontró conque el parque del pueblo estaba siendo remodelado. El polvo del trabajo de los obreros le ensuciaba la cabellera. Estaba jodido. Luís, un amigo de la infancia, lo llevó a ver el afiche de Andrés Caicedo, el que estaba pegado en una de las vitrinas de la alcaldía municipal. Leito había leído la obra de Andrés, le parecía interesante, contradictoria; le había escrito un pequeño poema: “Andrés, brontosuario de la nicotina y el vodka/ merodeas en mis sueños subterráneos”

Leito no perdió la oportunidad de susurrarlo frente a la cara de Andrés. Al terminarlo espero la reacción, pero Andrés seguía impasible, con una sonrisa de oreja a oreja, pensando en la muerte y en el cine. Leito miro a Luís, le dijo, este cabrón era un genio. Si, si era un genio, le respondió Luís para salir del paso. Leito continúo con la tristeza aguzada. Me buscó, llegó a mi casa a la media noche, tocó como un loco la puerta, iba drogado. Le di un vaso con agua. Leito me contó la historia de cómo Andrés, el suicida caleño, el que inspiró a un teatrero para montar su novela en Calarcá, se le había reído en la cara. Le dije, medio en broma, que así era Andrés, un loco errático que se mató después de haber conversado con Héctor Lavoe, otro suicida triste.

Ángel Castaño

lunes, 3 de noviembre de 2008

Historias de Pantys y medias velada.

Un juego escolar, cambió radicalmente sus preferencias sexuales. Relato de una lesbiana.

Las seguía al baño del colegio. Mientras se arreglaban el peinado, les miraba los tobillos. Sentía placer. En una ocasión, los demás estaban en clase de física, le pidió a su mejor amiga quitarse las medias. La miró divertida y se quitó las suyas. Cerraron la puerta con pasador y abrieron el grifo. Se llevó el pie a la boca y, con la lengua, recorrió cada dedo. Subió la mano hasta el muslo. La amiga la imitó. El timbre del descanso las sorprendió con las bragas en el suelo. “Pensó que era un juego. Algo de niñas. En un principio también yo lo pensé. Es más, no sé muy bien qué fue. Sólo le besé los pies y las piernas.”
María tuvo tres novios en el colegio. Francisco, el más guapo de los tres, se quejaba de su comportamiento. “Prefieres estar con tus amigas. Yo estoy en un segundo plano, me decía. No le paré muchas bolas. Era lindo, pero no me gustaba.”, dice.
El primer beso con una mujer se lo dio jugando a la botella. “Nos sentamos en un parque y con una botella de cerveza nos pusimos a jugar. Las dos estábamos bebidas. El beso fue rápido, sólo de labios. No pasó de ahí. Muy peladitas éramos. Ella ahora es mamá y viene cada rato, con el marido, a visitarme. No es que fuera mejor al beso de los hombres. Era lo mismo, pero… no sé, sentí alivio. Nada de remordimientos.”
Trabaja como secretaria en una oficina del centro y sonríe cada vez que alguien le pregunta si no piensa casarse. Pocas personas saben de sus preferencias sexuales. “Lo más complicado fue decirle a mi mamá. Ella nunca pensó que yo fuera así. Ahora, con el paso del tiempo, ya lo acepta. Alguien le contó que yo me besaba en un parque con una niña del norte. Ella fue. Vio y me trajo a palos. La gente apenas miraba. Pensé que me iba a matar. En una esquina, me soltó y se sentó en el suelo. Lloró toda la tarde. Nunca más volvió a hablar de ello”.
Hija de madre soltera, María evita hablar del papá. “Mi papá se fue para los Estados Unidos y nunca supimos más de él. El plan era que el se ponía a trabajar y le enviaba el pasaje a mi mamá. Lleva esperándolo 32 años.”
Rubia, cuerpo de gimnasio y 1.76 de estatura, ganó un concurso de baile disfrazada de hombre. “Me recogí el cabello, me puse un pantalón, una camisa xl y concursé. La novia que tenía por ese tiempo era caleña. Quería concursar y me convenció. Ganamos porque éramos muy sueltas. Mientras los demás hacían las mismas piruetas, nosotras inventamos la coreografía. Ella estudia teatro y eso nos ayudó mucho.”
Los tabúes sobre las inclinaciones sexuales le disgustan. “La gente piensa que el mundo es negro o blanco. Creo que al país le falta mucho para ser una verdadera democracia. Si yo hiciera públicas mis inclinaciones, la gente del trabajo, los vecinos, los que creen conocerme, se asombrarían. Me mirarían raro. No creo que haya que juzgar a la gente. Mi sexualidad es tan normal como la de cualquiera. Eso debería saberlo la gente. No me gusta que a uno le digan ‘arepera’. La gente pide la paz, pero margina a los diferentes.” Por el momento no tiene pareja. Pasa el tiempo libre con sus amigas. Coqueta, desdeña las intenciones de los hombres con amabilidad. “Lo más chistoso de la rumba es cuando salgo a bailar con un hombre. Le dicen a uno cosas al oído, pero se quedan de una pieza cuando les digo que no, que tengo tres hijos y un marido celoso. Les miento. Es gracioso.”

El nombre de la protagonista fue cambiado por solicitud suya.