miércoles, 27 de mayo de 2009

El mohín de Moloch.

Por Ángel Castaño Guzmán.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento
. San Francisco de Asís

Hace algunos años una docena de campesinos franceses le propinó un significativo golpe al capitalismo moderno. Apenas armados con destornilladores, pinzas y palas, caminaron hasta el McDonald’s más cercano. Sin cruzar palabra con los empleados, procedieron a desmontar el mobiliario. Casi todos los medios de comunicación galos cubrieron el evento como muestra de la cada vez más inocultable esquizofrenia de algunos ciudadanos. Sin embargo, al preguntársele al vocero del grupo el por qué de la acción, no dudó un segundo en afirmar que se trataba del primer paso de una sistemática guerra contra la comida perniciosa para la salud. La población francesa, sobra decirlo, apoyó con entusiasmo la iniciativa y, como es lógico, por esos días la franquicia europea del conocido restaurante dejó de percibir considerables réditos. Decenios antes el mismo sistema económico incitó a miles de hindúes a seguir los pasos de Gandhi en la recordada marcha de la sal.

Los ciudadanos del mundo contemporáneo desde la comodidad de nuestros sillones asistimos a la globalización empresarial. Los despachos noticiosos de las incansables cadenas informativas anuncian las bondades del progreso. Las señales del desastre pasan desapercibidas en un mundo donde el neón brilla con singular insistencia. Se olvida, por ejemplo, el carácter maléfico de los rituales industriales que, entre otras cosas, alteran el equilibrio ecológico y explotan metódicamente los recursos naturales. Incontables pruebas validan el acierto de Leonardo Boff al señalar al ethos capitalista como el causante de la muerte de miles de seres humanos en las zonas periféricas de la civilización y de la inminente crisis ambiental de proporciones apocalípticas. El concepto occidental de desarrollo se asemeja a los dioses cananeos. Sedientos de sangre, los ídolos exigían a sus fieles sacrificios humanos como prueba de su devoción. Sin prestarles mayor atención a los signos de la catástrofe, el Baal moderno y sus sacerdotes, las empresas multinacionales, no dejan árbol intacto ni río libre de sus excrementos. Moloch sonríe en su pedestal, mientras centenares de niños cuyo único sustento diario es el pegante caen en los suburbios de las grandes metrópolis. Frente a la mirada permisiva de la familia humana, especies enteras se extinguen a una velocidad equivalente a la del crecimiento de las cuentas bancarias de los monopolios. Amparada en la absurda idea de concebir la naturaleza como granero, la sociedad tecnificada se rehúsa a aceptarla como sujeto de derechos. Enceguecidos por fuegos fatuos, el hombre y la mujer se ven a si mismos como pináculo de la evolución, dueños y señores de cuanto los rodea. Animal sin duda sui generis, el homo sapiens hace parte de la extensa cadena de la vida que va de la minúscula bacteria a la supernova más lejana. En lugar de capataz, es hijo de la naturaleza, pues separado de ella no alcanza su plenitud. San Francisco de Asís, en un bello poema, llega al paroxismo de llamar al sol su hermano y encontrar el parentesco que lo une con el zorro, la vaca y el buey. Quizá, más que los avances científicos o las revoluciones tecnológicas, la verdadera esencia de la humanidad son esos arrebatos poéticos que como Francisco lo intuyó son puente que comunica y no pared que aísla.

El pistoletazo ya sonó. El paso ineluctable del tiempo hace que la brújula señale el precipicio. Pensar que el cambio de ruta está en manos de los gobernantes es desconocer cómo funciona el capitalismo. Un paso simple, pero de hondas repercusiones, es construir la sociedad sobre los sólidos cimientos de la solidaridad y no en el frágil barro del lucro. Afirmar cotidianamente el carácter innegociable de la vida es nuestro compromiso. No hay mayor profanación que reducir el medio ambiente al papel de mercancía de intercambio. Una ciudadanía atenta a cualquier movimiento contra la dignidad de la naturaleza les garantiza a las futuras generaciones un legado más amplio que unos cuantos agujeros en la capa de ozono.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Las palabras de la Doncella.

Por: Ángel Castaño Guzmán

Sherazada, la formidable narradora que para salvar su vida del implacable decreto del Rey teje un extenso mosaico conocido en occidente con el nombre de Las Mil y una noches, es el mejor ejemplo de la eficacia de la palabra en tiempos de crisis. Hilvanados con singular maestría, los relatos salen de la boca de la doncella con el vigor necesario para recordarle al monarca los límites del poder. El detalle más inquietante del libro es la idea de concebir el lenguaje como centro real de la sociedad. Fascinado, el soberano pospone la ejecución una y otra vez para conocer el desenlace de una narración que indefectiblemente conduce a otra. La astucia de la mujer consiste en dosificar las revelaciones y dejar varios temas ocultos para esgrimirlos en una mejor oportunidad. Sin dar tiempo para la meditación, el frenético ritmo de acontecimientos obnubila el juicio del gobernante. Mucho de Sherazada tienen los medios de comunicación. Hipnóticos, construyen a su arbitrio el escenario de la realidad. El discurso informativo es el telón de fondo de las faenas cotidianas. Cada informe noticioso trae consigo una avalancha de coloquios domésticos. Muchas de las conversaciones que tienen lugar en las habitaciones y comedores de los ciudadanos modernos nacen en las salas de redacción. De ahí el compromiso democrático de los periodistas de informar con rigor y neutralidad. El problema radica, en palabras del profesor español Carlos Elías, en el criterio mercantil que prevalece a la hora de seleccionar los temas de interés general. Cercados por el omnipresente fantasma del dinero, los medios de comunicación están más atentos al crecimiento de las ventas que al desarrollo de proyectos de inclusión y reconocimiento ciudadano. Esto, en muchos casos, viene de la mano con evidentes rasgos de frivolidad. Se opta, como es lógico, por noticias fáciles de consumir. Ninguna clase de preparación exige la banalidad periodística al receptor. Así, los chismes de los romances de las actrices desplazan los eventos incómodos y nada consumibles. Reportan más índice de rating los pormenores de la farándula nacional que las poblaciones minoritarias. Los negros, campesinos, mujeres, homosexuales, son los eternos olvidados y sólo acaparan la atención nacional cuando la muerte toca sus puertas. La guerra y el espectáculo hacen que el tiraje de los periódicos se agote en un santiamén. La prensa, en sintonía con las directrices neoliberales, se convirtió en carnaval circense. En lugar de apelar a la meditación promueve el irreflexivo espectáculo.
Sherazada logró escapar de las garras de la injusticia gracias a su extraordinaria inteligencia. En su caso el patíbulo fue sustituido por el solio real. Los medios de información lograrán no ser inferiores a sus responsabilidades sociales si son capaces de construir una visión incluyente de la comunidad, ajena a los vaivenes del mercadeo y a las trampas del oropel.