martes, 23 de marzo de 2010

EL SON DE LA ADLER

Lo más asombroso de Libaniel Marulanda es que no sea protagonista de alguno de sus cuentos. Desde hace mucho tiempo es el cuentista quindiano con más perseverancia y acierto en el género. Varios galardones nacionales e iteradas invitaciones a participar en antologías ajenas a criterios comerciales son la justa recompensa al obstinado trabajo de un escritor silencioso, lejano de las rimbombantes y casi siempre aburridísimas peroratas de la posmodernidad. Su prosa, cargada de boleros susurrados al oído de la novia en lúbricos callejones, corre rítmica por estribaciones de inconclusas utopías. Ya sea Marcelia o Calarcá, sus ficciones construyen una ciudad afectiva en la que lo importante no es el progreso material, representado en desoladas autopistas, si no, por el contrario, esa tropilla de amigos que nos amparó mientras dábamos los primeros pasos en el incierto mundo de la adultez. El lenguaje tejido con la paciencia del artesano es el elemento característico de su cuentística.

Libaniel, músico empírico, de esos que se embrollan frente a una partitura pero capaces de interpretar cualquier melodía con escucharla una vez, escribió un texto que figurará en los breviarios de la literatura colombiana. En el Niágara es el recuento de las travesías de serenateros en busca de satinada gloria. Años después, en las páginas dominicales de La Crónica del Quindío, arropado con la verosimilitud del perfil periodístico, publicó el complemento de la historia. Guillermo Vanegas, etílico guitarrista salido de las brumas del disoluto ambiente bohemio de la "Villa de Vidales", nombre empleado por el cronista para llamar a su pueblo natal, sirvió de excusa para naufragar en los piélagos de la nostalgia. Marulanda, narrador de cadenciosos guiños, dio un recital con su grupo, Los Muchachos de antes, ante el notablato literario de la región reunido en el Museo Gráfico del Quindío con ocasión del II Encuentro de Escritores Luis Vidales.

Libaniel me recuerda al personaje de una ficción de Roberto Bolaño cuya distracción consistía en acumular la mayor cantidad de concursos ganados. Sin embargo, y en esto se diferencian, Sensini, alter ego del chileno, jugaba con el mismo texto con nombre cambiado. Navidad en Eisleben, el mejor inédito recibido en 2004 por la librería Palinuro en fiestas decembrinas; Mañana se sabrá y La silla vacía, encaramadas en el podio de la maratón narrativa organizada en Samaná, Caldas, son conquistas de la incesante sinfonía de su Adler.

El país fisgoneó gracias a cientos de reporteros la llegada de Andrés Pastrana a la zona de distención del Caguán. La máxima autoridad civil de Colombia, con mechón azotado por el viento, se mordió los codos de la rabia pues el rechoncho anciano con la imperturbable toalla en el hombro nunca apareció. La realidad, esa diablilla a la que Nabokov aconsejó meter en el corsé de las comillas, desgarró la incipiente esperanza de una nación a punto de colapsar. En La Silla vacía, Marulanda, armado con la irreverencia de la poesía, resuelve la pregunta hecha por miles de colombianos incluso hoy: ¿por qué no asistió el veterano insurgente, nacido en los riscos del Quindío, a su cita con la paz?

El cronista, cazador del detalle y el gesto mínimo, tiene un constante pulso con las medidas restrictivas de la escueta noticia. Los personajes de la comarca, retratados cada domingo, brotan en el mohín nimio, en el lirismo cotidiano. Guillermo Vanegas, por ejemplo, cargaba un par de cuerdas extras en los bolsillos junto a monedas y confites. Por su parte, Jaime Lopera, el único best-seller cafetero, no se decide publicar varios manuscritos. Falta el autorretrato de Libaniel Marulanda, entrevisto en sus libertinas carcajadas.