viernes, 10 de diciembre de 2010

Demoliendo puentes

Para N.
Ángel Castaño Guzmán

El fallido puente de La Cejita —levantado en la administración municipal de Efrén Tovar Martínez—, llamado con justicia monumento a la corrupción, es apenas uno de los cientos de casos donde la precaución en el manejo de recursos públicos no ha sido la norma. La pregunta escrita en la pancarta de Luis Ángel Gutiérrez, retratado en el instante de la solitaria protesta —la foto apareció en la portada de La Crónica del Quindío el 2 de diciembre de 1999—, sigue sin respuesta oficial a la vista: ¿quedará impune este atraco al pueblo? La ciudadanía, al brindar su apoyo en las urnas a personajes sin definidos proyectos de acción, movidos exclusivamente por la voracidad burocrática, es responsable de la preocupante descomposición de la democracia.

Los tentáculos de la corrupción retrasan el avance de las regiones —feudos de caciques nada instruidos— en todos los frentes. El Quindío carece de dirigentes comprometidos con la disminución del desempleo, la erradicación total del hambre y el cuidado del medio ambiente. Sentadas en ventiladas oficinas, las eminencias grises —sonido de hielos en vaso de whisky— trazan sin escrúpulo el futuro de la población. Con las espaldas cubiertas, reparten migajas —tejas, recetas médicas, vituallas— a hombres y mujeres apilados en salas de espera. Nadie dice nada. Pocos pugnan contra la apatía y el desgano general. Los ojos vigilantes son de inmediato cerrados con el revólver o la transacción bajo mesa. El barco, fisuras en armazón, zozobra.

La baraja de eventuales candidatos para las votaciones locales no inspira confianza. La ruina ética y material parece destino de nuestros pasos. La culpa la carga el perfumado ladrón, por supuesto, pero también el reportero cómplice, el líder comunitario genuflexo, el intelectual encerrado en el autismo de marchitas teorías, el poeta sólo interesado en la sonoridad de sus versos, el izquierdista aún convencido de la infalibilidad de catecismos revolucionarios, el universitario infectado de un malditismo casero, la dama y el varón. Usted y yo. Si, somos culpables y la gravedad radica en que nos importa una mierda.

2) Las recientes declaraciones del director del partido Conservador sobre las intenciones de esa colectividad de tramitar un proyecto de ley que castigue el aborto son anzuelos para las próximas elecciones. El espinoso debate alrededor de la interrupción voluntaria del embarazo es el principal blasón de políticos educados en las secretas oficinas de Torquemada. El asunto, en el fondo, es un problema del fuero íntimo de las mujeres y no campo de batalla para oportunistas cazadores de votos. Los supuestos defensores de la vida —pancartas truculentas de fetos hechos trizas— miran con indiferencia la humeante multitud de cadáveres de la violencia armada y cultural padecida en campos y ciudades. La virulencia de sus manifestaciones —signadas con el puritanismo de las demás cruzadas morales de la mayoría bien pensante: campañas antitaurinas, marchas adversas al levantamiento del veto a la dosis personal de la marimba—, nace de una comunidad acostumbrada a la placidez de la insensibilidad. Las guerras, el sida, la hambruna, los estragos del cólera en Haití y las trapacerías de los escuderos de Uribe, ocupan marginal espacio en la avalancha publicitaria del capitalismo mediático.

Además, la argumentación de los godos, con facilidad refutada, esconde bajo suntuosos ropajes una machista concepción de la sociedad. No es un asesinato la razonada decisión de no ser madre sino, por el contrario, un ejercicio de libertad y soberanía femenina. El hombre en el transcurso de la historia ha mancillado hasta el hartazgo la dignidad de la mujer, convertida en botín de guerra y desechable juguete de satisfacción.