martes, 24 de febrero de 2009

Planetas de Plastilina:

Algunas notas sobre cultura y educación. Por Ángel Castaño Guzmán

Hace meses, mientras caminaba por el agitado centro de la ciudad de Armenia, decidí revivir por algunos instantes mis tiempos de escolar. Traer al presente las angustiosas tareas de dibujo técnico y los siempre agotadores ejercicios del verbo To be. Caminé, vadeando la marejada de cuerpos apiñados, hasta el paradero de buses de la carrera 19, frente al viejo edificio de Telecom.


Apresurados, un par de ancianos casi fueron levantados por un motociclista que violó el semáforo en rojo. En las ventanillas de los buses, centenares de rostros anónimos miraban con desgano la cintilla de asfalto. Agrietada, la carretera es testimonio elocuente de las improvisadas medidas administrativas de un alcalde de ingrato recuerdo. Paré al azar una de las tantas rutas de transporte urbano. Busqué, con rápido vistazo, puesto libre. Oleada de cotilleos llegó a mis oídos mientras iba hasta el lugar escogido. Unas jovencitas, sentadas en el fondo del bus, entre risas presumían de sus amores. Coqueta, una morena con el pelo en dos trenzas y labios pintados a la ligera, contaba, no exenta de orgullo, las travesuras del día anterior. Se había fugado de las clases para ir a dar una vuelta en la motocicleta de su novio. La expedición terminó, entre copas y besos clandestinos, en la discoteca de moda. Las demás sonrieron, más complacidas en mi mal disimulado interés que en las travesuras de su compañera. Se apearon a los pocos minutos a la entrada de un colegio oficial. Las seguí. Alcancé a escuchar, antes que se internaran en la algarabía de un salón de clases, que esa tarde irían a pasear de mano con sus romeos.

Con una falsa reunión de padres de familia justifiqué mi presencia en los corredores del colegio ante el diligente celador que se acercó al ver mi consternación frente a una multitud de niños que se precipitaba al patio tras el timbre del recreo. Deambulé un poco hasta encontrar, en el fondo de un corredor de paredes blancas, la entrada a la biblioteca. Alineadas en tres filas de cuatro en fondo, las mesas, con las sillas encima, al recinto daban aire de sala de espera. Un señor de gruesos anteojos y mostacho cervantino, enfundado en una raída bata azul, limpiaba con trapo rojo la superficie de una mesa. Desde hacía algunos minutos una duda lexicográfica se había incrustado en mis pensamientos. Le pedí la más reciente edición de la Enciclopedia Salvat. Desconcertado, movió la cabeza de un lado al otro. Me escrutó con interés, repasando cada pliegue de mi cara, intentando descifrar qué raro espécimen se encontraba delante. Antes que iniciara el previsible discurso sobre los exiguos fondos de la educación pública, solicité cualquier enciclopedia, abochornado por una situación que, si no tomaba medidas, se me iba a escapar de las manos.

Tomó aire y, con tono calculado, dijo: el único ejemplar lo tiene el profesor de geografía. Bueno, si quiere, por ahí tengo unas fotocopias, las que usan los alumnos. Agradecí con leve ademán. Me pasó un grueso legajo de hojas con las puntas dobladas; amarillas, más que por el uso, por la humedad de las paredes. Acomodé una silla en el rincón más alejado. Busqué en el índice las páginas dedicadas al sistema solar. Encontré el clásico esquema del sol como punto central y nueve planetas orbitando alrededor.

Leí un rato la explicación sobre los nombres de los satélites de Júpiter. El autor, un científico sueco contratado por la editorial para escribir los artículos concernientes a la física y la astronomía, traía a cuento su participación como actor secundario en un filme de Bergman. Dato curioso, que no dejé de apuntar en mi libreta. Llamadas como las amantes del dios principal del paraninfo romano, las lunas fueron descubiertas por Galileo en 1610. Alcé la vista. Un detalle atrajo poderosamente mi atención: en la pared del lado izquierdo, junto a unos mapas de Sudamérica, un dibujo hecho en plastilina desentonaba, por su cromatismo, con los pálidos carteles. Diez bolitas marrones giran en torno a una amarilla. Por entonces la Nasa no sabía nada de la existencia del décimo planeta, descubierto no hace mucho por potentes telescopios computarizados. La fantasía de miles de niños, reprobados por no repetir jaculatorias científicas, hacía rato lo tenía inventariado.

Salí de allí y no dejé de pensar en el astro de plastilina. En repentina secuencia de ideas lo vinculé con el hidalgo Quijote, caballero que, en contra del dogmatismo de su época, fue honesto con la 'realidad'. Cervantes, al develar la arbitraria relación de las palabras con el universo, vislumbró las contradicciones propias de la modernidad. No deja de ser paradójico que la educación formal, basada en el magisterio inapelable, tenga como paradigma al hombre que se burló de los axiomas de la narración caballeresca.

1 comentario:

Martín dijo...

Una prosa bastante limpia, elegante, eficiente. Me gustó mucho. Cómo es el espacio, ¿no? Aunque todas las ciudades deben de tener cosas muy similares. Como los plantes en plastelina y la imagen del Quijote. Un luchador en contra de todo lo predispuesto por todo el mundo.