martes, 16 de junio de 2009

De pájaros y Escopetas

Ángel Castaño Guzmán

"Sale como un noble soldado, vuelve agrio y mutilado.
Total pa' nada si al regreso todo fué igual"
W.C

Un buen ejemplo sobre la camaradería de los medios de comunicación con los actores del conflicto armado trae el libro Nuestro Hombre en la DEA del periodista Gerardo Reyes. Tres mil mensajes de simpatía atiborraron el correo electrónico de Carlos Castaño al día siguiente de ser transmitida la entrevista que le concedió a la presentadora Claudia Gurisatti (Pág. 177). Ninguna maniobra castrense del locuaz jefe paramilitar logró dirigir los reflectores de la opinión pública hacia su causa como lo hizo el reportaje periodístico. Durante semanas las conversaciones de los ciudadanos giraron en torno a las declaraciones de Castaño. Ya es común en Colombia que los temas de importancia sean definidos por la prensa y los bandos de la guerra. Mucho se ha escrito sobre la responsabilidad del periodismo al cubrir este tipo de eventos. Testigos de primera fila de los estragos de la violencia, los periodistas asumen el compromiso social de informar sin partidismos ni adhesiones. Sin embargo, esta premisa se deja de lado en el actual panorama mediático. Con regularidad pasmosa, los noticieros incumplen el pacto de transmitir con neutralidad los acontecimientos. Dueños de periódicos y demás canales informativos, los grupos económicos juegan sus cartas en la confrontación militar. De ahí su tendencia a elaborar el discurso informativo con materiales sin contexto. La insolente celebración por eventuales golpes a la insurgencia oculta los alarmantes índices de civiles ejecutados extrajudicialmente. Las galopantes cifras del desempleo son maquilladas con la euforia de la muerte. Las grandes cadenas noticiosas propagan la mirada oficialista de la compleja realidad nacional, sin prestarles mayor atención a las voces disonantes. Casi invisible, la ciudadanía es vista como pasiva receptora de los despachos noticiosos. Pocos son los espacios mediáticos donde ésta asume un papel central. Envanecidos por pírricas victorias, los oficiantes del poder difunden posiciones maniqueas que avivan las llamas de la barbarie. Las continuas exhortaciones a la hostilidad alimentan los motores de la tragedia. En este terruño, la implacable lógica de la pólvora se ha impuesto sobre el debate y el dialogo, herramientas necesarias en cualquier democracia. Un error repetido hasta la saciedad por las sucesivas administraciones nacionales es la deliberada miopía a la hora de iniciar diálogos de paz con los alzados en armas. El camino de la reconciliación inicia con el reconocimiento del otro como sujeto de derechos. Términos como terrorismo lo único que logran es hundir al país en arenas movedizas. Deshumanizar al adversario es el ritual común de occidente. En su periplo cronológico, la civilización moderna sataniza al contrario. Salpicada de sangre, la historia de Colombia es un extenso prontuario de sobreentendidos. Cualquier habitante de la ciudad podría resumir en unas cuantas frases los más intrincados novelones de la farándula, pero pocos conocen los pormenores culturales de la confrontación bélica. Las páginas de los periódicos deben ser ágora de interlocución civilizada, donde los militarismos sean señalados como lo que son: engranajes de terror y pobreza.

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