viernes, 21 de agosto de 2009

Pasajero de luz y sombra



Ángel Castaño Guzmán
Hace algunos años, mientras merodeaba por las calles del barrio, unos niños corrían detrás de un balón. Alegres, suaves golpes daban a la esfera. Después de seguirlos por varias cuadras, descubrí el motivo de la algazara: en una cancha cercana, un potrero marrón con arco en cada extremo, varios chiquillos con atención seguían los gestos de un muchacho melenudo. Mis involuntarios guías no tardaron en unirse al grupo. Pequeñas nubes moteaban el cielo. El viento estremecía las hojas de los árboles. El monótono sonido de un autobús y las risitas provocadas por los comentarios del joven apenas rasgaban el silencio. Treinta minutos transcurrieron con la velocidad del parpadeo. El entrenador movía las manos con la soltura del blacamán.
A los días invité a mi amigo Jefreey, un mulato de contextura gruesa y grandes pómulos, a corretear por ahí. Él, con mal disimulada seriedad, rechazó mi propuesta. De un vistazo lo seguí hasta perderse en el vaho de la tarde. Extrañado, le pregunté a Jeison, su hermano menor, para dónde iba con tanto afán. Pues a entrenar, respondió con desgano, al tiempo que cerraba la puerta. Sin yo saberlo, casi todos mis compañeros de travesuras pertenecían un equipo de fútbol, y por esas artimañas del destino ninguno creyó conveniente contarme.
En el antejardín de su casa don Manuel, sobre un improvisado tablero, pegaba volantes mecanografiados. El traqueteo incesante de la máquina de escribir en la superficie de las cuartillas marcaba el metódico recuento de las obsesiones de un ingeniero civil retirado. Pluviómetros, veletas y demás instrumentos meteorológicos interrogaban el caprichoso clima de la ciudad. El entrenador del equipo resultó ser hijo del diletante periodista. De Villa Liliana Fútbol Club,- nombre del grupo de niños-, quedó una certeza: la felicidad tiene forma de balón. Algunos vídeos y una bitácora completan los vestigios del más humilde de los equipos de balompié infantil. Chalaca, fútbol para la vida, un cuaderno de apuntes poéticos, registra los pormenores cotidianos de unos chicos por los días en que el país se precipitó al abismo. El D.T mudó en fotógrafo, en uno de los mejores de la región.
Como colaborador de un fanzine de ingrata memoria, propuse una foto del periódico El Tiempo para acompañar un reportaje sobre las meretrices de San Francisco. En los créditos, el editor escribió mal el apellido del fotoreportero: la V fue arbitrariamente cambiada por una B. No tardó en llegar a mis oídos el justo reclamo del autor. El asunto se olvidó gracias a unos tintos, cortesía de mis padres.
Las fotos de Ricardo salen en la tapa de periódicos de circulación nacional y en publicaciones de ínfimo tiraje. Imágenes que remiten a referentes amplios, a pesquisas más inquietantes que la simplista costumbre de obturar para ilustrar noticias desdeñables. Igual desparpajo se percibe en sus textos. Un malicioso mohín recoge sus labios a la hora de encarar la hoja en blanco. Su capacidad para encontrar el título adecuado es legendaria. En la cara de Vejarano una obstinada sonrisa complementa el arsenal de comentarios jocosos que guarda bajo la manga. Su corrosivo sentido del humor deja noqueado a cualquiera. Su trabajo pone la almibarada ciudad de la postal frente al espejo de sus miserias. En el fondo, como desprevenidos transeúntes, Kafka y Rodari sonríen al lente. Sus exposiciones fotográficas buscan los engranajes de la barbarie y los guiños de la fantasía. El primer lugar en el concurso Colombia Expuesta 2008, organizado por la revista Semana, confirma la calidad de una obra cimentada sobre líricas intuiciones.

No hay comentarios: