viernes, 24 de julio de 2009

Pinceladas a un país inconcluso

Ángel Castaño Guzmán

En 1966 el Papa Pablo VI, en sintonía con la apertura que el concilio Vaticano II representó para el cristianismo, decidió eliminar el Index Librorum Prohibitorum, un extenso catálogo de libros contrarios al magisterio eclesiástico. Durante siglos la Iglesia Católica combatió el libre pensamiento, socavando uno de los principales derechos de la humanidad. Para difundir sin contratiempos sus obras los escritores debían garantizar su incondicional apego a las enseñazas de la Biblia. La invención de la imprenta significó, entre otras cosas, el fin del monopolio religioso. En la actualidad, con la velocidad de los medios masivos de información y la relativa facilidad para acceder a la Internet, los incondicionales devotos de la posmodernidad ven las épocas de represión intelectual como fantasmas cada vez más tenues. Sin embargo, la creciente concentración de canales noticiosos en manos de consorcios económicos hace creer precisamente lo contrario. El periodismo, oficio de vital importancia para el sano desarrollo comunitario, antes de ser vía de enriquecimiento personal, es apostolado de compromisos democráticos. Espejos del acontecer social, los diarios y demás medios deben transmitir la información con la mayor imparcialidad. Sin la osadía de los precursores de la república, los ideales de la Revolución francesa, Libertad, Igualdad y Fraternidad, no hubieran encendido el polvorín que hizo estallar el dominio español en América Latina. Gracias a periodistas honestos el escándalo del Watergate salpicó a sus directos responsables. La prensa veraz, sin ataduras ideológicas, es en muchos casos el único impedimento para el total desmadre nacional. Sin las serias investigaciones de Alfredo Molano la opinión pública ignoraría el trágico sino del campo colombiano. El olfato de Daniel Coronell permitió sacar del agujero de la amnesia las reprochables maniobras del poder y sus esbirros.

Con tres millones de desplazados internos por la demencia de la guerra, según datos de organizaciones internacionales, y un escenario político marcado por el maniqueísmo partidista, la sociedad colombiana necesita periodistas convencidos de la relevancia de su trabajo. Las páginas de los periódicos deben desenmascarar las jugarretas de los poderosos, enderezar los entuertos de los corruptos y denunciar en voz alta las siniestras alianzas del mal. Petardos retóricos contra instituciones judiciales de países vecinos, turbios negocios de los familiares del presidente, las muertes de civiles para avivar las llamas del belicismo, el futuro es un pozo de sombras y por eso hoy como nunca urgen reporteros intrépidos, conscientes de la eficacia de su papel histórico.

El escritor Fernando Vallejo rodó hace más de veinte años una película sobre la violencia sectarista de mediados del siglo pasado. La historia, más o menos, es la siguiente: un grupo de campesinos viaja a Calarcá y mientras cruza el Alto de la Línea es detenido por los hombres de Jacinto Cruz Usma, Sangrenegra. Más allá de las escabrosas imágenes de la matanza, el relato fílmico señala a los tradicionales partidos políticos como culpables de desencadenar la orgía de los machetes. Los colombianos, polarizados por el actual gobierno, no hemos aprendido las lecciones de nuestro doloroso pasado. La reconciliación nacional no se alcanza con la eliminación sistemática del adversario y mucho menos con el progresivo debilitamiento de los rituales democráticos. El mejor camino para combatir el terrorismo es la inversión social, como reconoce el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, y no el aciago alarido del fusil. El país necesita con apremio una ciudadanía atenta a la realidad y no un caudillo con cruces en el alma.


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