martes, 21 de octubre de 2008

EL TIEMPO DE LA DESMESURA

"Y me fui y me senté en un rincón de su cuarto, lo más lejos que pudiera de ella, y allí me puse a hacer memoria para juntar las palabras"
Andrés Caicedo

A Jonathan Benavides

No hay relato de Andrés Caicedo (Cali, 29 de septiembre de 1951-Cali, 4 de marzo de 1977) en el que la situación quede a medias. Su ficción es la radiografía de una generación que vio la barbarie y el terror. Jóvenes que se hartaron de la vida establecida por los ancestros y prendieron la pachanga.

La obra narrativa de Caicedo está ligada con los dos acontecimientos más luctuosos de la historia de Cali. El primero acaeció en medio de las restricciones políticas de la dictadura del general Rojas Pinilla. Me refiero al estallido de un cargamento de dinamita en pleno centro de la ciudad, que dejó como saldo cientos de muertos y varios edificios arrasados. En ese entonces, Caicedo no pasaba de los cinco años, por lo que es muy probable que todas las referencias históricas, que luego abordaría en el guión cinematográfico No me desampares ni de noche ni de día, no fueran más que comentarios familiares. El guión nunca se llevó a la pantalla, como casi todo el trabajo de Caicedo como libretista.

En el relato El atravesado reelabora poéticamente los motines juveniles contra los juegos panamericanos del 71. En esa oportunidad, Caicedo participó en el acontecer histórico, y, como resultado de ello, escribió uno de los párrafos más ácidos de la literatura Colombiana:

"El 26 de febrero prendimos la ciudad de la quince para arriba, la tropa en todas partes, vi matar muchachos a bala, niñas a bolillo, a Guillermo Tejada lo mataron a culata, eso no se olvida... que no hay caso, mi conciencia es la tranquilidad en pasta, por eso soy yo el que siempre tira la primera piedra."

Cuando se lee a Caicedo existe la posibilidad de ser atrapado por el crimen. No en vano su novela de cabecera fue la ultra violenta Naranja Mecánica, de Anthony Burgess. En su producción narrativa se oyen los disparos de los westerns de Sergio Leone. En cada esquina de su obra está agazapado un angelito sonámbulo. Cada vez que el lector se enfrenta con ¡Que viva la música!, no le queda otro remedio que asistir al sepelio colectivo de una generación insatisfecha, nacida del mayo francés.

En el documental Unos pocos buenos amigos, Luis Ospina explora el disoluto mundo del grupo de Cali, que tuvo en Caicedo a su más sublime representante. Uno termina por deducir que cada uno, a su modo, navegó los mismos cuadrantes. Cada quien se expresó como pudo. Algunos desde la crítica de cine. Otros desde la butaca de la dirección y producción de películas. Los demás, los más caicedeanos, desde la tibia oscuridad de un teatro medio vacío. Caliwood fue un movimiento bizarro y lúcido, que mandó para el carajo todo lo admitido.

Se dice que Andrés se mató porque la vida es subir y bajar. Y él no quiso bajar. Mayolo dijo en alguna ocasión que Andrés se había matado para conservar intacto el poema de la rebeldía. Que quiso preservar la juventud sediciosa, como James Dean. Rosario, la hermana más querida de Caicedo, llegó a decir que este se suicidó frente a la imposibilidad de detener el tiempo. Y lo equiparó con Peter Pan. Sandro Romero expresó en el documental de Ospina que Andrés se fue por el canibalismo de su obra. Por su visión Joiceana de la vida. Pienso que todos tienen la razón. Pero que a todos les falta una visión más holística. Todos se quedaron con el fragmento que conocieron de Andrés Caicedo. Y digo que sólo hay dos personas con las facultades afectivas para decirlo todo: Patricia Restrepo y Clarisolcita Lemus. Ellas fueron los amores de la vida de Caicedo. Con Clarisolcita, Andrés descubrió la cocaína y las rumbas de tres días. En ella vio encarnado el prototipo de la antiheroína que vendía el cine: bella y arriesgada. Sagaz y peligrosa. Por el contrario, en Patricia descubrió a la mujer que debió haber sido la madre de sus hijos. La del sexo blando y palabras cortantes. Pero con ambas la relación era imposible: Clarisolcita tenía ocho años cuando Andrés tenía diecinueve. Y Patricia era la mujer oficial de Carlos Mayolo. A ambas las metió en el cineclub de Cali. A Clarisolcita le dedicó ¡Que viva la música! y a Patricia, el último texto que escribió: la nota de su suicidio.

Andrés Caicedo completó el cuatro de marzo de 2007 treinta años de muerto. Editorial Norma sacó a circulación un libro que recoge algunas páginas de su diario. El cuento de mi vida es la consagración de un escritor que en vida no vendió ni un cuarto de lo que vende ahora. De un chico que llevaba a las fiestas su máquina de escribir. Que se entrevistó con Héctor Lavoe pocos días antes de suicidarse. El mercado editorial tiene un respiro cuando algún familiar de un escritor muerto hurga en los baúles. Ayer, las cartas de Rulfo y los cuentos de Cernuda. Hoy, la desnudez de un pelado que renovó la crítica de cine y que se mató porque le dio la gana hacerlo.

La fiesta terminó hace mucho. Los estropicios están en los cestos. Andrés fue el primero en despedirse. Dejó a su paso una hilera de piezas de inocultable valor. La gente se agolpa en las librerías y se maravilla de que alguien haya dicho tanto en tan poco. Y el tiempo pasa. Y Andrés ya es un escritor del siglo pasado. Un referente imperativo.

1 comentario:

Princesa Guerrera dijo...

que buenos escritos.

SHALOM
LAURA