domingo, 19 de octubre de 2008

La ciudad en Ruinas

...Ante la exuberancia –silentes bosques y complejos fluviales enhebrados como telarañas de cristal–, la expedición española que arribó a las costas americanas en 1492 no tuvo más remedio que utilizar su estrecho universo mental para nombrar lo novedoso del encuentro de dos mundos.
La ventana da a la calle. Nada remite al esplendoroso pasado prehispánico, de mitos fundacionales y ciudades empotradas en los picos más altos de las montañas, construidas en las coordenadas de las estrellas. Difícil creer que un cacique tras lavatorios rituales en oro, lanzara joyas al fondo de un lago. Cuesta imaginar el gesto de Hernán Cortés frente a Tenochtitlan. Cronistas de la época relatan que el conquistador se sintió abrumado al ver la envergadura de la metrópoli azteca, claramente superior en aspectos arquitectónicos y urbanísticos a las ciudades europeas. El mismo pasmo, pero por motivos distintos, debe ser contemplar por primera vez las extensas praderas asfaltadas de Ciudad de México. Lo más cerca que he estado de ese estado contemplativo fue la vez que subí a la azotea del edificio de la gobernación. La ciudad se mueve de un lado para el otro, sobrepasando las fronteras que trazan las administraciones municipales. Tomé algunas fotos para una fallida muestra itinerante. El tradicional teatro Yanuba, entonces en pie, salvó de la ruina cromática la excursión, Armenia sin el cosmético del turismo.
La altura hizo aflorar mi reprimida vocación de pirómano artístico. Quise tener bengalas para dejarlas caer encendidas sobre los desprevenidos transeúntes. Las volutas harían las veces de lluvia psicotrópica. Al tocar el suelo, en lugar de flores, las gotitas luminosas dejarían como rastro canciones zen y haikus punk...
Otro día, más cerca del amor, recorrí un camino despavimentado, hasta una casa abandonada, montaña arriba. La neblina, presagio de aguacero, ocultó a Filandia en minutos. El cielo se desgajó en arañas líquidas. Por un momento creí estar en La región más transparente, novela de Carlos Fuentes. Ahora que lo pienso, talvez no sea descabellado el registro de los libros de historia. A lo mejor en la figura acorazada de Cortés, Quetzalcóatl se vengó del escepticismo de algunos sacerdotes, que se reservaban las mejores doncellas para sus tálamos. Los dioses son caprichosos y malévolos. Ni Osho, patrono de los supermarkets, deja facturas sin cobrar. Lástima que Freud haya muerto sin escribir un manual de comprensión teológica… En fin, no pienso defender el legado histórico de los conquistadores ibéricos; el imperialismo me repugna.
Hace unos minutos terminé el último libro de filosofía para dandis, serie escrita por un profesor polaco de apellido impronunciable. La colección incluye literatura para sordos, duraznos para idiotas, aviación para ciegos y Marx para publicistas. Lo más curioso que encontré fue el discurso de Leibniz sobre los mundos posibles. Decía el filosofo alemán que todos los acontecimientos están orquestados por una fuerza superior, y tienden -así los humanos no perciban cómo-, hacía la perfección del universo. Voltaire satirizó dicha idea en la novela "Cándido o el optimismo", en donde, a pesar de una serie de trágicos hechos, rayanos en lo absurdo, el protagonista sigue con el peluquín imperturbable.

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