lunes, 27 de octubre de 2008

Se gana la vida poniéndole buena cara a los muertos.

El Último Retoque
Un cristo preside las tres capillas de la funeraria. Familiares y amigos rodean los féretros. Extraña sensación ronda los pasillos del moderno edificio. Una señora morena, de unos 60 años, reza por las almas de los fieles difuntos. Los demás, con gestos compungidos, responden las jaculatorias. En la cabecera de uno de los ataúdes una joven rubia llora frente al retrato del que fuera su padre. Ninguno de los tres cadáveres necesitó más de dos horas en el anfiteatro de la funeraria. Aunque suene molesto, en esta ocasión el trabajo fue fácil.
Como en todos los oficios, en el de Gerardo Soto Gil hay reglas que se deben seguir al pie de la letra. Tanatopráctico desde hace dos años y medio, ha visto el rostro de la muerte y tiene las agallas para hablar de ello con la compostura de un profesional. Con la camisa rosa del uniforme y el pelo húmedo, se pasea por las salas de velación. Después de cada intervención quirúrgica se ducha, se arregla el peinado y pide un tinto en la cafetería. No fuma. Pocos saben que los restos de sus familiares fueron retocados por las hábiles manos de este joven de Cartago, radicado desde hace dos años en Armenia. Su trabajo consiste en disimular los trastornos de la muerte. Las funerarias contratan los servicios de personas como Gerardo para mitigar el duelo en los familiares.
La tanatopraxia, en condiciones normales de higiene y clima, preserva un cuerpo por más de treinta días. Los protocolos de asepsia son rigurosos para minimizar los riesgos a trabajadores de la funeraria y a deudos del occiso. Entre los múltiples pasos de la operación, Gerardo, por cuestiones profesionales, devela dos. Se bloquean los puntos de salida (boca, fosas nasales, oídos, esfínteres rectal y vaginal). Se desinfectan las partes a intervenir. Gerardo sabe que cualquier falla en las medidas de seguridad causará trastornos en su salud. Al respecto es concluyente: “si tengo cuidado con unos restos, debo tener el triple conmigo. Yo digo: si no lo puedo oler, no lo puedo tocar.” Al mirar en el interior de los cadáveres, conoce acerca de sus pasiones: la criminología y anatomía.
Con leves alteraciones en el timbre de la voz, Gerardo dice que la preparación mental de un tanatopráctico es tan importante como los cuidados personales en el anfiteatro. “¿Cómo hago para no soñar, para no pensar? No se hace. Cuando no se piensa en algo, no existe. Les temo más a los vivos. Se debe tener hígado para lo que hago. Nunca le tuve miedo a la muerte. Frente al cuerpo se piensa de manera sistemática. Es mi colaboración a la comunidad. Hago lo que tengo que hacer y lo hago bien. Mi trabajo es poco visto y mal. Hay muchos tabúes en torno a la muerte. Esta es un simple cambio de energía.”, sostiene.
En algunos casos la separación entre lo profesional y lo emotivo es imposible. Recuerda la ocasión en que un familiar, muerto de manera violenta, estuvo en la fría losa de la morgue. No pudo hacer a un lado sus sentimientos y le pidió a un compañero que interviniera, en lugar suyo.
Habla con propiedad sobre los distintos rituales mortuorios de la humanidad. Reconoce que su percepción del mundo y del ser humano cambió desde que maquilla muertos. Expone la visión budista, la más cercana a sus afectos, de los misterios del más allá. Las personas que han pasado por sus manos, al menos eso dice, están en un lugar paradisíaco. Mira de perfil al dinero, aunque sin odio. Más que otros, conoce de lo que está hecho el ser humano y afirma, sonriente: “no conozco el primer entierro con trasteo.”.

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